La muerte de Bin Laden, un símbolo e icono del terrorismo, no tiene casi importancia para los musulmanes del mundo. Para la mayoría de ellos, sus ideas y sus acciones no eran objeto de imitación ni de respeto, como confirman numerosos sondeos llevados a cabo por Gobiernos occidentales y expertos en antiterrorismo. Se trata, sobre todo, de un acontecimiento importante para Estados Unidos y, en menor medida, para Europa.
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La escenificación del anuncio, con la firme y meditada declaración del presidente estadounidense emitida en directo por televisión, quiso transmitir una impresión de calma en el momento de la victoria sobre el terrorismo y el enemigo público número uno de Estados Unidos.
No hubo hueca fanfarronería. Barack Obama, a quien se ha criticado mucho por su aparente falta de fortaleza en asuntos de seguridad nacional, ha obtenido un poderoso triunfo simbólico que tendrá enormes repercusiones en la opinión pública. No solo continuó la búsqueda de Bin Laden, sino que, en el más absoluto secreto, organizó una delicada operación que logró su objetivo y que sin duda reforzará su imagen como un presidente resuelto, capaz de actuar en los ámbitos cruciales de la seguridad nacional, la defensa y el orgullo patriótico. Las únicas imágenes de las que disponemos hasta la fecha son las del presidente dirigiendo en persona las operaciones desde su despacho: una sucesión de dividendos mediáticos minuciosamente calculados y astutamente concebidos.
Pero debemos ir más allá de la exuberancia de la gente que salió a celebrarlo en las calles de Nueva York. ¿Qué futuro aguarda a Oriente Próximo, ante la conjunción de dos realidades contradictorias: las masivas revoluciones pacíficas que están produciéndose en el mundo árabe y la muerte del símbolo del extremismo violento, el líder de unos grupos diminutos, marginales y marginados? Es posible que haya represalias terroristas; debemos preverlas y hacerles frente con la firmeza necesaria. Pero la tarea consistirá en combatir y neutralizar unos actos aislados de provocación que en ninguna circunstancia deben servir para justificar una filosofía de acción política, el rumbo adoptado por el anterior Gobierno de Estados Unidos. Ya es hora de tratar el extremismo violento como lo que es: la acción de unos grupos pequeños que no representan ni al islam ni a los musulmanes, sino unas posturas políticas aberrantes, sin credibilidad entre las mayorías de las sociedades musulmanas.
Los elementos de una nueva filosofía política que defina la relación de Occidente con el islam y los musulmanes solo pueden surgir del crisol que representa el amplio movimiento por la justicia, la libertad, la democracia y la dignidad que recorre estos días el norte de África y Oriente Próximo. El renacimiento que estamos presenciando en la región debe interpretarse, en primer lugar, como un llamamiento a que Occidente haga un examen de conciencia crítico. Cuando se apague el júbilo por la eliminación de Bin Laden, el "símbolo del cáncer del terrorismo", Occidente debe empezar a revisar de inmediato sus políticas en la zona. La presencia de EE UU y Europa en Afganistán e Irak y la falta de un compromiso firme de resolver el conflicto entre Israel y Palestina son obstáculos que impiden una evolución positiva. A esta lista hay que añadir cuestiones internas como una legislación discriminatoria que atenta contra la dignidad humana y la libertad personal, la existencia de Guantánamo y el uso de la tortura, unas prácticas que aumentan la desconfianza hacia Estados Unidos y sus aliados. Es necesario replantearse a toda velocidad el apoyo a algunas dictaduras de Oriente Próximo y a los emiratos del petróleo, para que esa estrategia no suscite legítimos interrogantes sobre la sinceridad del respaldo de Occidente al proceso de democratización en el mundo árabe.
Las sociedades musulmanas tienen la responsabilidad fundamental de administrar su propio futuro. Hay que subrayar de forma categórica que la inmensa mayoría de la población no se ha dejado seducir jamás por los cantos de sirena de la violencia y el extremismo. Ahora que el pueblo está despertándose, es más importante que nunca que la sociedad civil permanezca movilizada y alerta; que denuncie la corrupción y la ausencia del imperio de la ley y la justicia; que elabore una estrategia genuina para construir sociedades libres y democráticas y que, al final, cree las condiciones para unas relaciones políticas y económicas nuevas con Occidente.
Porque la vieja pareja formada por el islam y Occidente ya no es joven; la presencia de nuevos actores del Lejano Oriente, empezando por China, está alterando los parámetros del orden económico mundial. Estados Unidos, como los países de Sudamérica, como China e India a través de Turquía, sabe exactamente qué está sucediendo. Es muy posible que la primavera árabe sea, en realidad, el otoño de las relaciones del mundo árabe con Occidente y la apertura de una nueva vía hacia otra primavera más amplia, en esta ocasión enmarcada por Oriente Próximo y Lejano. Frente a este nuevo panorama geoeconómico, el anuncio de la muerte de Bin Laden tiene tan poca fuerza como un viento debilitado, como un suceso casual.
Tariq Ramadan es profesor de Estudios Islámicos Contemporáneos en Oxford. © Global Viewpoint Network. Traducción de Mª Luisa Rguez. Tapia.
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