domingo, 3 de julho de 2011

Algunas bases para reconstruir el futuro
































Las circunstancias han determinado que este suplemento especial para conmemorar los 35 años de vida del diario EL PAÍS venga a publicarse en uno de los momentos más difíciles por los que España ha atravesado desde el restablecimiento de la democracia.

... in http://www.elpais.com/especial/35-aniversario/opinion/algunas_bases_para_reconstruir_el_futuro.html

Admitamos, para comenzar, que no hay necesidad de cargar las tintas en demasía: el simple enunciado de los quebrantos que se abaten sobre la sociedad española supone por sí mismo un menester lúgubre y descorazonador, un irritante recordatorio de que este país, en su conjunto, sufre de forma permanente una grave falta, como define el diccionario el defecto de la moneda en cuanto al peso que por ley ésta debía tener.

Los recientes acontecimientos sucedidos tras el estallido de la crisis financiera mundial y las sombrías consecuencias que de ella traen principio -el inopinado menoscabo del bienestar de los ciudadanos, la angustia ante un futuro más incierto de lo que acostumbra, la certidumbre de las aflicciones que habrán aún de venir-, han desembocado, no podría ser de otra manera, en el descontento creciente de la ciudadanía con el funcionamiento de las instituciones de la democracia, fenómeno por lo demás común a la mayoría de naciones de nuestro entorno.

Entiéndase bien, descontento de la ciudadanía con el funcionamiento de estas instituciones, de esta democracia, a lo que cabría sumar la exigencia de reformas que permitan superar los impedimentos actuales de forma urgente.

Junto al malestar y la inquietud por el deterioro de la situación económica que, como se dijo antes, es común a la mayoría de países desarrollados, se extiende también entre los españoles, datos empíricos los hay en abundancia, la convicción de que la clase política en su conjunto, y con apenas excepciones, no ha sabido estar a la altura que las circunstancias le exigían. Tampoco quedaron en zaga bancos, empresarios y sindicatos, menos aún determinados periodistas, aspecto este último que requiere siempre muchos y amargos apartes en este país. Pero ésa es, en definitiva, la sociedad que conformamos y tomar ocasión de queja conduce inevitablemente a la nostalgia, la parálisis y el reproche estéril.

Cierto es que algunos de los males que nos afligen tienen por causa el estallido financiero global de 2007, pero otros tantos son sin discusión alguna de fabricación propia, desde la insensata burbuja inmobiliaria que agravó los efectos de aquel hasta el derrocadero por el que se despeñan las instituciones, con el Tribunal Constitucional al frente, cuya pérdida de renombre y de ascendente busca aún precedentes en nuestra historia reciente.

No se debe mirar solo a los que han salido a la calle. También a la multitud silenciosa que no lo hace pero que comparte su precariedad
Se venía advirtiendo de que España no se merece los políticos que la gobiernan, y de que hacían estos mal en minimizar, entiéndase, ignorar, los signos de hartazgo y de desafección entre los ciudadanos en un momento en el que el país se disponía a atravesar un periodo de enorme tensión social por el aumento del paro y el derrumbamiento de la actividad económica. Advertencias que fueron tomadas a beneficio de inventario por la clase política en el íntimo convencimiento, cabe razonablemente suponer, de que, tratándose de un mal común y compartido por todos, en poco o nada habría de afectarles durante la refriega electoral.

Las cosas, sin embargo, suelen suceder cuando menos se las espera: decenas de miles de personas se encargaron a partir del 15 de mayo de restregar las amonestaciones anteriores a la clase política en su conjunto, sin distingos cardenalicios esta vez, para desmayo de la izquierda en el poder. El diario italiano La Repubblica me pidió hace unos días una reflexión sobre los jóvenes que ocupan las plazas de España, no sé si seguirán en ellas cuando estas páginas vean la luz.

Extraer un significado unívoco de las protestas es tarea arriesgada. Pero comprender el malestar que exhalan, las condiciones de posibilidad de que estallido tal de descontento se haya producido lo es bastante menos, siempre que se decida mirar honestamente a sus protagonistas. No se debería, sin embargo, mirar única y exclusivamente a aquellos que han salido a la calle, eso es lo primero que resulta necesario precisar.

Se ha de incluir también a la multitud silenciosa que no lo ha hecho, pero que comparte muchas de sus circunstancias: parados que malviven en precario, huérfanos de presente; empleados que también malviven en precario, huérfanos de futuro, con salarios irrisorios; jóvenes en condiciones de vida cada vez más deterioradas, sin posibilidad de acceder a una vivienda digna, sin posibilidad de formar una familia, sabedores de que van a vivir peor que sus padres; jubilados con pensiones que no les dan para comer y, al tiempo, llegar a fin de mes; universitarios que creían haber accedido a sus sueños solo para descubrir que les esperan las oficinas del desempleo, más del 40% de los jóvenes está en paro, o unas condiciones de trabajo tan insultantes, salarios tan ínfimos, contratos tan precarios, a veces de días o de semanas, en puestos que nada tienen que ver con lo que estudiaron en la universidad, que han abandonado cualquier esperanza, entiéndase bien, han abandonado cualquier esperanza, fundada o no, de que el Gobierno, los partidos, el sistema político, nadie al frente de una institución tenga la capacidad de remediar su situación, sus situaciones.

Se dirá que se trata de un razonamiento injusto para con las instituciones democráticas, lo que no deja de resultar cierto. Pese a ello, resulta razonable y democrático aceptar que se trata del sentimiento concreto y legítimo, ya nadie niega eso, de esas miles de personas que han optado por expresar su malestar absteniéndose en las urnas, y aceptar también, naturalmente, que su voluntad no puede imponerse a la de millones de ciudadanos que sí han ejercido su derecho al voto.

Lo que no resulta ni razonable, ni democrático, ni tan siquiera conveniente, en estos momentos y en las actuales circunstancias, es ignorar que sus aflicciones y sus acusaciones son las de la mayoría, bien que en grados diferentes. Una mayoría que no por acudir a las urnas con regularidad descarga por ello de culpa a los partidos políticos en su conjunto, ni seguramente está dispuesta a aceptar sin rechistar los sacrificios que con toda probabilidad habrán de serles exigidos en breve.

En estas circunstancias que no hemos elegido, pero que colectivamente tampoco hemos sabido evitar, se impone responder ciertas cuestiones. ¿Qué hacer ahora? ¿Por dónde comenzar? ¿Cómo identificar la tarea más urgente en el momento de mayor zozobra: el relámpago de la obscena e inevitable presión del realismo en la política, por usar palabras de Sciascia, esto es, esa capacidad que tiene la realidad de hacer posibles y lícitas cosas y acciones que, consideradas en abstracto, no resultan posibles ni lícitas? Tal es el escenario, resulta inexcusable admitirlo, en el que sus propios errores, los de las naciones europeas, más la inflexibilidad de las instituciones que gobiernan el Viejo Continente han colocado a España.

Bien, pues, no se puede comenzar de otra forma que no sea por decir la verdad. Esta exigencia de verdad, que es la primera exigencia de la democracia, podría dar pie a no inútiles reflexiones sobre la naturaleza de los partidos políticos, al menos de aquellos que tienen la responsabilidad de gobierno, así como de sus métodos y componendas para acceder a él.

Pero son de nuevo las actuales circunstancias las que explican que esa exigencia de verdad no se revista, podría decirse así, de una naturaleza moral, sino que, por el contrario, se ajuste a una estricta necesidad de realismo. Decir la verdad sobre la dimensión y la intensidad del esfuerzo que aguarda a la sociedad española en los próximos años, gobierne quien gobierne, es el corolario que este realismo en la política obliga en estos momentos al país. Esfuerzo, entiéndase bien, no sólo en el sentido de trabajo enérgico, de actividad vigorosa para la consecución de un objetivo, sino también, y aun principalmente, en su otra y más amarga significación de sacrificios, ajustes y recortes.

Lo más urgente hoy es la verdad. Y es la estabilidad de la democracia la que exige que ésta sea expresada por los dos grandes partidos
Es la estabilidad del propio sistema democrático la que exige que esta verdad, a efecto de poder ser mudada en un programa de acción con visos de resultar aplicable y efectivo, sea expresada conjuntamente por los dos grandes partidos, bajo una fórmula a su elección. Y sea, por tanto, asumida colectivamente por la mayoría de los ciudadanos como los cimientos sobre los que comenzar a construir, o acaso reconstruir, el futuro. Sin aceptar estas premisas resultará harto difícil, cuando no imposible, mantener la cohesión social y aun la tranquilidad en las calles -de ello depende casi todo lo demás- en los meses y años por venir. Raramente quiebra un Estado por estricta falta de liquidez. No hay más que repasar la historia: vez hubo que no fue así, pero casi siempre sucede cuando un gobierno resuelve que no puede o no quiere, dadas las circunstancias, castigar a su población con más penalidades.

Los políticos ignoraron las quejas, pero la comedia ha terminado. De que lo entendamos todos depende, más que nunca, el futuro del país
Ni el gobierno actual, en el improbable caso de que renueve su mandato, ni la oposición, si se impone en las urnas, estarán en disposición de garantizar los empeños necesarios ni los resultados que, legítimamente, los españoles pueden esperar de aquellos, si no reconocen con carácter previo la gravedad de los medios que tendrán que aplicar, y los pactos sociales que estos exigirán: equidad en la distribución de las cargas y atención preferente a los más débiles.

Se equivoca gravemente la oposición si confía en que la legitimidad de un triunfo electoral le permitirá recortar de forma drástica el bienestar de los ciudadanos, bajo la socorrida excusa del desperfecto en la herencia recibida, sin haber pasado el expediente, admitamos que áspero siempre en campaña, de explicar con carácter previo su programa a la nación, de lo que hasta ahora se ha abstenido con equivocada prudencia y peor cálculo. A nadie se le escapa que semejante empresa precisa de valentía, honestidad e inteligencia, cualidades que, ciertamente, no han destacado en la política española desde hace tiempo y que hubieran permitido afrontar la situación que nos sojuzga en un clima muy distinto al que respiramos. Nada en las leyes impedía a los partidos principales ejercer una magnífica gobernanza en las instituciones -ni una gestión económica más prudente-, si colectivamente lo hubieran deseado.

No se trata de una reflexión fácil de aprehender. Igual de difícil, porque exactamente ahí reside su grandeza, que aprehender el concepto de democracia avanzada, cuyo establecimiento ordenó la Constitución en 1978. No fue ésta, para desgracia de todos, la senda por la que discurrieron los hechos pese a las reiteradas apelaciones de tantos, también y sobre todo de este periódico. Ante las quejas, que las hubo y las sigue habiendo, debemos sobre todo recordar que ésa es la tarea principal que corresponde a un diario, al menos hemos querido que sea la de éste, y que las páginas que el lector tiene hoy en sus manos, junto con las centenares de miles que desde su fundación han venido apareciendo con el trascurrir de los días, no buscaron otro objetivo que estimular y sostener el avance, la modernización y la prosperidad de España, exposición sumarísima del concepto de democracia avanzada que se citó antes. Los partidos políticos, sin embargo, ignoraron con tozudez las reclamaciones. Primero de las voces más críticas, luego de los ciudadanos, para acabar no teniendo noticia de la realidad misma. La comedia ha terminado. De que finalmente lo comprendamos todos depende, más que nunca, el futuro del país.