sábado, 23 de julho de 2011

Estados Unidos y Europa, en decadencia



Llámenme Oswald Spengler si quieren, pero es difícil evitar la conclusión de que Estados Unidos y la Unión Europea están compitiendo hoy por ser los primeros en alcanzar la decadencia. Las dos principales entidades políticas de Occidente parecen incapaces de resolver los problemas de deuda y déficit que sus modalidades de capitalismo liberal democrático, muy similares, han acumulado. Sus políticos parecen borrachos bailando al borde del abismo de la bancarrota.

... in http://www.elpais.com/articulo/opinion/Estados/Unidos/Europa/decadencia/elpepuopi/20110724elpepiopi_4/Tes

Si la reunión de urgencia de la eurozona celebrada en Bruselas el jueves no tranquiliza a los mercados, algunos países del grupo pueden caer en cuestión de días. En Washington, prosigue la cuenta atrás hasta el que los estadounidenses han designado como Día D, el 2 de agosto, fecha en la que el Gobierno dice que no podrá seguir pagando sus facturas sin sobrepasar el techo de deuda actual de 14.300 millones de dólares. Las dos economías más grandes del mundo se tambalean al borde del eurocalipsis y el dolarcalipsis.





Da la impresión de que Estados Unidos conseguirá apartarse del precipicio, aunque sin arreglar el problema de fondo. ¿Y Europa? No estoy tan seguro.

Los dos competidores occidentales en la carrera de la decadencia son distintos en muchos aspectos. La inmensa deuda de Estados Unidos es un peligro para la credibilidad y el poder del país en el mundo; no para la Unión en sí. Por el contrario, la crisis de la eurozona pone en tela de juicio el propio futuro de la Unión Europea en su versión última y más flexible.

La UE es una mancomunidad de 27 Estados soberanos, con un presupuesto que distribuye solo el 1% del total de sus PIB. Las deudas públicas de esos Estados van del 150% en Grecia hasta menos del 7% en la virtuosa Estonia. Estados Unidos es una unión plenamente federal de 50 Estados, con un Gobierno nacional que redistribuye un poco menos de la cuarta parte del PIB, mientras que el Gobierno nacional de un país europeo suele redistribuir la mitad.

En Estados Unidos, los republicanos y los demócratas están ideológicamente más polarizados que los grandes partidos europeos. Pero, si a los estadounidenses les divide la ideología, a los europeos les divide la nacionalidad. Los republicanos de la crisis de la eurozona son los alemanes. La canciller alemana, Angela Merkel, es a Bruselas lo que el líder republicano Eric Cantor es a Washington: un obstáculo poderoso pero con escasa visión de futuro.

El peso de la deuda de Estados Unidos aumentó gracias a los recortes fiscales aprobados en tiempos de George W. Bush y los gastos de las guerras en el extranjero, además del incremento del gasto de sanidad y prestaciones sociales y, más tarde, los rescates y el enorme gasto deficitario de tipo keynesiano aprobado porObama tras la crisis financiera. Los europeos, en general, no hicieron grandes recortes fiscales, ni mucho menos guerras. Con escasas excepciones, como Reino Unido y Francia, su gasto de defensa ha pasado de pequeño a diminuto.

Pero los europeos también tuvieron sus excesos en la última década. Sobre todo, el derroche de gastos y endeudamientos irresponsables en los Estados periféricos de la eurozona, como Grecia, Portugal y España, facilitado por los préstamos irresponsables concedidos por los bancos franceses y alemanes. Ambas partes se confiaron arrastradas por los tipos de interés -que parecían beneficiosos para todos- y las prometedoras perspectivas de la eurozona.

Hasta aquí, las diferencias visibles entre las dos orillas del Atlántico. Ahora bien, si se profundiza más, se encuentran grandes semejanzas. Porque, en realidad, esta es una crisis estructural del capitalismo liberal democrático -o, si prefieren hacer más hincapié en el aspecto político, la democracia liberal capitalista- desarrollado en el corazón de Occidente durante los últimos decenios.

A ambos lados del Atlántico, hemos vivido por encima de nuestras posibilidades. Si se observan los gráficos, se ve que la deuda empresarial, doméstica y pública se ha ido acumulando durante 40 años. Ahora, con la nacionalización de la deuda privada después de la crisis financiera y el desplome del crecimiento y los ingresos de los Gobiernos, la deuda pública está creciendo, como el termómetro de un coche recalentado, hasta el peligroso nivel del 90%, el 100%, el 110% del PIB.

Nuestro sistema financiero, que privatizaba el beneficio y socializaba el riesgo, debe cargar con una parte importante de la culpa (todavía el año pasado, según la Oficina de Estadística Nacional de Reino Unido, los banqueros y aseguradores del país obtuvieron 14.000 millones de libras en bonus). Igual que el consumismo desatado, con los anunciantes descubriendo formas cada vez más refinadas de fabricar "necesidades" que, en realidad, son muy innecesarias. Igual que los miembros de la generación del baby boom, con sus expectativas de tener cada vez más atención sanitaria, prestaciones sociales y pensiones: una aspiración legítima, dirán; sí, si no hubiera que sufragarla a costa de nuestros hijos.

Una vez más, las diferencias entre Estados Unidos y Europa en este aspecto no son tantas como se dice. La página web factcheck.org muestra que casi la mitad del gasto federal de Estados Unidos se dedica a lo que los europeos llaman el "Estado de bienestar": en el año fiscal 2010, la seguridad social, Medicare, Medicaid, el programa de seguro de salud infantil y la ayuda a personas de bajos ingresos sumaron el 46,9% del gasto total. Es verdad que es la mitad de una cuarta parte del PIB y no, por ejemplo, dos tercios de una mitad, como en algún Estado de bienestar europeo muy generoso; pero sigue siendo una proporción enorme, y no hace más que crecer.

Luego está la política. Lo que vemos hoy en las dos orillas del Atlántico es una perversión de la democracia. Consiste en dar a los sectores más ruidosos del pueblo lo que quieren, a corto plazo, en lugar de proponer a la mayoría de la población lo que necesita a largo plazo y arriesgarse a la impopularidad inmediata, que es lo que han hecho siempre los buenos líderes. Como indica el columnista de The New York Times David Brooks, la semana pasada, los republicanos de Estados Unidos rechazaron un acuerdo que habría podido recortar el gasto federal al menos en tres billones de dólares a lo largo de una década. Y en Europa, no hay más que ver el contraste entre Helmut Kohl y Angela Merkel. Kohl dirigía la opinión pública alemana; Merkel la ha seguido hasta el borde del precipicio.

Se trata de una política hipersensible al dinero, los intereses especiales, las campañas mediáticas, los grupos de presión, los grupos de discusión, el último sondeo de opinión y la próxima elección local. No es casualidad que Washington y Bruselas rivalicen en ser el paraíso del lobbista. Lo que mejor hacen estas dos inmensas y distintas entidades políticas, la UE y Estados Unidos, es sumar intereses particulares y apaciguar a todos los que es posible apaciguar en un momento dado.

Se oyen aquí ecos de un viejo argumento. El Federalist Paper número 10, escrito por James Madison, sostenía que una gran república estaría mejor preparada que unos Estados pequeños para defender el bien general frente a los intereses especiales y las facciones. En ella sería más difícil que los candidatos indignos "logren practicar las perversas artes que con demasiada frecuencia deciden las elecciones". Unos representantes sabios y prudentes "refinarían y ampliarían las opiniones de la población". Es decir, Montesquieu se había equivocado al sugerir que la democracia quizá podía funcionar mejor en unidades pequeñas y ser más difícil de mantener en grandes entidades.

El Partido Comunista Chino va un paso más allá que Montesquieu. Con tres billones de dólares en la caja fuerte -la Administración Estatal de Divisa Extranjera-, China afirma que la República popular ha encontrado una manera mejor y más eficaz de gobernar un territorio inmenso y variado.

La tarea que aguarda ahora a los dos gigantes del Occidente liberal democrático es demostrar que Madison tiene razón y Spengler y el Partido Comunista se equivocan. Hasta ahora, estamos haciendo una verdadera chapuza.

Timothy Garton Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford e inv
estigador titular en la Hoover Institution de la Universidad de Stanford. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

domingo, 17 de julho de 2011

¿Es posible cerrar las fosas de la memoria?

Todavía hoy algunos balazos parecen conservar intacto su poder destructivo. Durante las primeras semanas de este mes se exhumó una fosa común de más de treinta metros de largo en Gumiel de Izán (Burgos). La hipótesis de que allí estuvieran enterrados un grupo de ferroviarios que fueron asesinados el 18 de agosto de 1936 es una de las que se barajan para poder llegar a establecer la identidad de aquellos muertos que yacen, uno detrás de otro, en un paraje conocido como La Legua. Los investigadores han establecido, a partir de las vainas de fusil y las balas rotas encontradas junto a los huesos, que muchos de ellos cayeron allí mismo de un disparo en la cabeza. Son esos balazos los que siguen resonando porque todavía no se sabe a quiénes se llevaron por delante. Se han encontrado un crucifijo, que pudo haber pertenecido a un franciscano de la zona al que trataban de rojo por criticar la miseria en la que vivían los campesinos, y un corsé ortopédico, que acaso perteneció a un maquinista de la estación de Aranda de Duero.



... in http://www.elpais.com/especial/aniversario-sublevacion-militar/fosas-memoria.html

Las fosas con los restos de los que fueron asesinados por las fuerzas franquistas ha sido seguramente uno de los temas relacionados con la Guerra Civil que más presentes han estado en la sociedad española durante estos últimos años. Fueron muchos nietos de los que padecieron el conflicto los que, en un momento dado, preguntaron por sus abuelos. Y es ahí donde empezaron las respuestas vagas o los silencios y se hizo evidente, según cuentan muchos de los que se embarcaron en estos procesos, un miedo que seguía vivo en los supervivientes pese al tiempo transcurrido.

La torpeza a la hora de gestionar políticamente la legítima demanda de muchos familiares para recuperar a sus muertos, y poder así volver a enterrarlos y realizar ese duelo postergado desde hace tanto tiempo, ha generado numerosas tensiones que parecían desaparecidas, y que subieron de intensidad cuando el juez Baltasar Garzón, ante la alarmante falta de eficacia de la llamada Ley de la Memoria Histórica para resolver estos problemas, decidió intervenir. No son, sin embargo, solo las fosas las que han reclamado la atención de una sociedad que cada vez tiene menos que ver con la que padeció la dictadura de Franco y que, por tanto, se pregunta por el sentido de la pervivencia de algunos símbolos que siguen glorificando aquel régimen. Un grupo de expertos está discutiendo qué hacer con el Valle de los Caídos, el complejo monumental donde está enterrado Franco.

Setenta y cinco años después del golpe de Estado de los militares rebeldes, hay todavía otras cuestiones que siguen abiertas. La manera de contar lo que sucedió entonces es una de ellas. Hace poco, la presentación de un Diccionario biográfico español realizado por la Real Academia de la Historia levantó una fuerte polémica. En el tratamiento dado en ese trabajo a algunos de los protagonistas de la guerra (el propio Franco, entre ellos), más que la búsqueda de un escrupuloso rigor histórico, lo que prevalece es el afán por dulcificar las asperezas de los responsables del golpe, con lo que se rescatan algunos elementos que han caracterizado la versión de los vencedores. En cuanto a los vencidos, algunas de las entradas (como la de Manuel Azaña) están llenas de errores y recurren, para definir la actividad de Negrín, por ejemplo, a fórmulas propias de los propagandistas de la dictadura y se refieren a su Gobierno como “prácticamente dictatorial”.



Las fosas, el Valle de los Caídos, el Diccionario biográfico español: hay momentos en que parece que hoy se intentara construir de nuevo unas trincheras invisibles para seguir librando una vieja guerra, y volver así a servirse del pasado para sortear las batallas del presente. El problema acaso resida en la manera de volver la vista atrás. Porque hay muchas maneras de plantearle preguntas al pasado. Una de ellas lo que subraya es una deuda pendiente, y quiere hacer cuentas. Puede ocurrir, sin embargo, que al hacerlas se utilicen los valores de hoy para saldar los asuntos de entonces.

En el afán de reclamarle una deuda pendiente al pasado, la que conoce la afrenta suele ser la memoria individual (ahora que cada vez quedan menos de los que vivieron el conflicto, lo que permanece es muchas veces su relato de lo ocurrido). Una memoria, la individual, que es siempre legítima, pero que selecciona y se construye también alrededor de unos cuantos olvidos, que es caprichosa, que engrandece algunos detalles y minimiza otros. Seguramente todos los derrotados en la Guerra Civil miran ese pasado con ira, y es lógico que en determinados casos tengan todo el derecho de exigir reparaciones. Pero la memoria individual nada tiene que ver con las llamadas memoria colectiva, histórica, externa, social: “Nadie recuerda ni puede recordar lo sucedido fuera del ámbito de su propia existencia”, decía Francisco Ayala. Y tiene razón: ¿cómo recordar lo que han vivido otros?

Esa otra memoria, la que quiere convertirse en la de unos cuantos (un grupo, una tribu, una asociación, una nación), es siempre una construcción interesada y suele servir para establecer los rasgos de una identidad común, definir las claves de pertenencia a una colectividad determinada, y muchas veces se concreta en abstracciones cargadas con la dinamita de lo exclusivo.

Comunistas, anarquistas, nacionalistas, socialistas, sindicalistas, carlistas, falangistas, franquistas, republicanos, y vaya usted a saber quién más, siguen sirviéndose de la Guerra Civil para reforzar sus propios relatos (ya sea como víctimas, ya sea como salvadores) sobre lo que pasó, y para justificar o adornar su discurso sobre el presente. Preguntarle al pasado por una cuenta pendiente conduce a seguir situando la discusión en el terreno político. Y así, 75 años después de que empezara todo, siguen imponiéndose aquellas versiones en las que predomina el blanco y negro y se difuminan los grises.

Que la Real Academia de la Historia
no haya sido extremadamente delicada confirma cuánto queda
por hacer

Hay otra manera de relacionarse con el pasado. No tanto reclamar una deuda pendiente, como preguntarse por lo que de verdad ocurrió. Es lo que hacen los historiadores, y han sido muchos los que en los últimos años han contribuido a revelar las múltiples aristas de un conflicto habitualmente muy confuso por las interpretaciones que unos y otros dieron sobre lo que pasó para justificar sus respectivos comportamientos.

No siempre es posible dar una explicación unívoca a hechos complejos, pero eso no significa que valga cualquier relato, y mucho menos que el esfuerzo por acercarse con el mayor rigor a los hechos signifique amenazar, como se ha dicho, la libertad de expresión del historiador. ¿Por qué hubo una guerra? Podrá haber infinidad de matices en la respuesta, pero esta se produjo porque un grupo de militares, con un amplio respaldo civil, no consiguió que triunfara el golpe de Estado con el que pretendían tomar el poder y detener así las reformas que había puesto en marcha la República. ¿Qué régimen se impuso al terminar el conflicto? Una dictadura personalista, que se apoyó en el ejército, en la Iglesia y en un partido único, y que desencadenó una brutal represión para garantizar su continuidad.

Entre el golpe y la victoria final de Franco se sucedieron acontecimientos de muy distinto calado. Lo que, en cualquier caso, produjo la rebelión de los militares fue la violenta exigencia a la que se sometió a cada español para que tomara partido. Por mal que fueran las cosas, por duras que hubieran sido las amenazas que la República padeció en sus peores momentos, solo el golpe de julio impuso la obligación de decantarse: o ellos o nosotros. La rebelión destruyó las estructuras de mando del Ejército, y no era fácil saber a qué atenerse ni tener plena certeza sobre cuántos de los uniformados seguían obedeciendo al régimen legal. Los primeros en caer, las primeras víctimas de los golpistas, fueron sus compañeros de armas. En una tesitura de total descontrol, y ante un alarmante vacío de poder, el Gobierno decidió repartir armas a la población para combatir a los golpistas. La violencia vengadora de muchos de estos grupos armados se dirigió contra los representantes del antiguo poder: sacerdotes, guardias civiles, policías, patronos, administradores de fincas. La República ya no solo debía combatir contra las tropas del ejército rebelde, que contaron desde muy pronto con el apoyo material de Italia y Alemania, sino que tuvo también que poner coto a los desmanes que se estaban produciendo entre los suyos.

Lo más grave de una guerra civil es que, de alguna manera, se produce en el interior de cada familia. Los que compartieron el mismo pan de pronto se ven situados en diferentes trincheras y les toca luchar por su supervivencia muchas veces en contra de los suyos. Es difícil reparar el dolor que todo eso comporta, cerrar esa inmensa herida. Pero el paso del tiempo quizá lo que permita saber es cómo sucedieron de verdad las cosas. ¿Será posible algún día establecer en relación a la Guerra Civil algunos puntos que estén más allá de las distintas interpretaciones y de las lecturas interesadas, y se pueda, por tanto, trascender las distintas memorias colectivas para volver al terreno de la historia?

Seguramente el desafío pendiente siga siendo el de volver a los hechos, y eso pasa por la lenta y paciente demolición de los mitos y leyendas que construyeron los vencedores (y también los vencidos) sobre su papel en aquel terrible drama. Que haya sido la propia Real Academia de la Historia la que no haya sabido ser extremadamente delicada con un material tan inflamable solo confirma cuánto les queda por hacer a los españoles para volver al pasado con honradez y coraje para entender lo que de verdad pasó.